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Bolivianos en Argentina

Costureros bolivianos estafados por el gobierno de la ciudad

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En la calle Granaderos 748 del barrio de Flores un taller que viola normas laborales y de seguridad e higiene confeccionó bolsas para el Gobierno porteño. Son blancas, llevan las iniciales BA en letras grandes y negras, el eslogan “Vamos Buenos Aires” y debajo la consigna “Ciudad verde”. Tienen el logo y la estética de las que distribuye el Ministerio de Espacio Público entre los vecinos. Un día de noviembre , José Luis Tambo Quispe recibió un pedido de la mujer que regentea el lugar, Laura Angélica Burgos: tenía que terminar un lote de aquellas bolsas con cierta urgencia. A las 4 de la madrugada finalizó su tarea. Llevaba 21 horas sin descanso pero nunca recibió la paga de esa extra –pactada para el sábado siguiente– ni su salario en negro. Hoy está desocupado. La paradoja es que él y su amigo Raúl Quispe creían que por fabricar artículos para el Estado estarían más seguros. “Pensábamos que éste era un buen trabajo por eso. Que nos iban a blanquear, que conseguiríamos una obra social”. Nada de eso pasó. Los despidieron y entre los dos reclaman ahora unos 35 mil pesos. En la Subsecretaría de Trabajo, Industria y Comercio que depende de Ezequiel Jarvis, le informaron a PáginaI12 que los inspectores nunca pudieron ingresar para constatar estas situaciones irregulares (ver aparte).

Las bolsas encargadas por el Gobierno de la ciudad tienen una guarda de flores verdes que cruzan su superficie blanca. Los trabajadores que  cobraban 50 pesos por hora para hacerlas –en una jornada laboral de doce (de 7 a 19)– se habían ilusionado con que redondearían un sueldo de 14 mil pesos a fin de mes. Para completarlo debían cumplir media jornada más los sábados. Tambo Quispe cuenta que también fabricaba ropa en el taller, aunque las bolsas son la evidencia de que el Estado porteño se valió del trabajo en negro igual que las marcas de indumentaria.

“Eran de tela medio plastificada y ya venían con el estampado para cortar. Se hacía eso y se las confeccionaba después”, explica este joven boliviano de 30 años. Como él y Raúl (un año menor), Marco Antonio Vega y su pareja Jaqueline Valdivia también son paisanos. Llegaron desde La Paz a Buenos Aires en diferentes momentos. A Tambo Quispe, hasta que se topó con Burgos, le había ido aceptablemente en los nueve años que lleva en la Argentina. Lo empleaban compatriotas que le pagaban todas las semanas.

Vega era el más antiguo en el taller. Había ingresado en agosto pasado. Al tiempo recomendó a su mujer, que fue contratada como cocinera y encargada de limpieza. Trabajaba de 8 a 17 por 7500 pesos mensuales. De esa suma apenas cobró un vale de 200 pesos en dos meses y medio. Para peor, hasta puso dinero de su bolsillo para comprar alimentos, “como la carne que traía de un carnicero vecino a mi casa”. Recuerda también que “cuando entré no había ni para cocinar. No había arroz, ni papas, nada de esas cosas. Yo subía a la oficina de la dueña y le preguntaba: ‘¿Señora, qué voy a hacer hoy? Y ella me respondía: andá y comprá alitas. Y eso hacía. Me ocupaba del desayuno, el almuerzo y la merienda. Hasta yo ponía de mi plata. Ni siquiera eso me pagó”.

 

Jaqueline se quiebra y llora cuando piensa en su hija que vive en Bolivia. “No tengo dinero para enviarle”, solloza. Su situación, como la del grupo, es desesperante. No pueden pagar el alquiler de sus pequeñas viviendas desde que Burgos incumplió sus promesas. Habían dado con ella por medio de un par de radios donde la colectividad boliviana es una buena parte de la audiencia: Constelación y Metropolitana.

“Los talleres pasan avisos de los trabajos donde se piden costureros con o sin experiencia”, declara Vega, el más curtido y callado del grupo. Cuando promedia la larga entrevista en una vieja casona de Flores, saca un papelito de sus bolsillos y empieza a enumerar una lista de empresas de ropa de marca que hacían sus confecciones en Granaderos 748. Las lee: “Inea, Mimo, Inesita, Grisino, Tucci”.

Quispe agrega que “a veces no te dicen el nombre de la marca que vas a fabricar, pero otras sí. Y vas a esa dirección y te das cuenta que el trabajo es para Cheeky, por ejemplo”. Estos hechos y las marcas involucradas están comprendidos en un contexto. La fundación La Alameda los viene denunciando hace años. El 78 por ciento de las prendas se confeccionan en talleres clandestinos como el que trabajaban los cuatro entrevistados. Se calcula que hay dos millones de personas que hacen ropa, 30 mil de ellas en la ciudad de Buenos Aires. Una sexta parte de esta última cifra lo hacen bajo condiciones de esclavitud.

Edgardo Castro, inspector de la Subsecretaría de Trabajo porteña, sacó su propia conclusión sobre las condiciones que define como “de explotación laboral”. Para el especialista que acompaña las denuncias de los trabajadores “la cuestión de fondo es el sistema capitalista. Como estas marcas no pueden competir con China por sus bajos salarios, la única manera que tienen de hacerlo es bajo la explotación de los trabajadores que son generalmente inmigrantes y con el aval del gobierno de la ciudad. De esa manera equiparan los costos laborales de China. Este tipo de explotación está tipificado en la normativa laboral”, acusa.

No es la primera vez que el Estado es cómplice en un taller donde se incumplen las normativas laborales. Aunque el trabajo contratado se haya realizado por vía de un tercero, ese hecho no exime de responsabilidad al gobierno ni a las marcas que se benefician del empleo en negro o en condiciones de explotación. En la Subsecretaría de Trabajo confirmaron que una vez se detectó un episodio semejante. El Ministerio de Desarrollo Social le pedía productos a un proveedor que éste contrataba en talleres clandestinos.

“Las bolsas de Ciudad Verde –recuerda Tambo Quispe– las traía la dueña. Pero este tipo de productos no solamente se hacían ahí. Se repartían en diferentes talleres. Nos consta. Nosotros mismos hemos visto que venían personas, mostraban las prendas y se iban en coche. No somos tontos. Hay más talleres involucrados”. Su amigo Raúl aporta el dato de que “uno puede ir con su monotributo, pasar por una fábrica y pedir que le hagan una confección. Se produce para quienes lo piden. Se pregunta cuántas maquilas tienen y en base a eso se establece un precio”.

El joven Quispe es el principal acreedor entre los cuatro trabajadores que le reclaman sus salarios caídos a Burgos. Como el taller de Flores no tiene un nombre y no hay una persona jurídica clara, anticipa que van a accionar contra la mujer que los contrató. Él llegó desde Bolivia tras la crisis del 2001 y cuenta que lo primero que hizo en Granaderos 748 fue ocuparse de las bolsas del Gobierno. “Había una cantidad importante y teníamos que hacerlas en un tiempo corto. Vinieron selladas y estampadas. Primero las cortaron una por una y luego pasaron a nuestras manos para la confección. Nosotros pensamos que eran para reemplazar a las de polietileno de los supermercados que el año próximo van a estar prohibidas por ley”. Esas mismas bolsas u otras muy parecidas se pueden encontrar en el Ministerio de Espacio Público porteño.

Quispe se decidió a comprarle a Burgos una plancha industrial que ella habría cotizado en 50 mil pesos. Su objetivo era independizarse. Él dice que le dio un adelanto de 10 mil pesos que ahora intenta recuperar junto al salario que le debe. En total son 22 mil pesos. Ahora es escéptico sobre el desenlace del conflicto: “Ya sabemos que esta señora se ríe de los abogados”.

De lo que no puede reírse Burgos es de la cantidad de cheques rechazados que emitió. Según un banco de datos comercial al que accedió este medio, solo en 2015 firmó un total de 55 cheques por 541.749 pesos, de los cuales abonó apenas el 34,55 por ciento. Quispe dice que siguió haciendo lo mismo este año y mostró la evidencia de uno que le entregó como parte de pago. Por eso, un día se presentó en el taller para cobrar –como lo siguen haciendo varios trabajadores golondrina que pasaron por ahí– y se topó con la policía. Tambo Quispe, su amigo, recuerda el episodio: “A mí me dio bronca lo que le hicieron a Raúl. Me dio bronca que trabaje en un lugar, le deban dinero y encima venga la policía a amedrentarlo. La señora la llamó. Hasta negó que él trabajara ahí”. A su amigo le falta una pierna, lo que hace más violenta la situación que vivió.

Los cuatro trabajadores bolivianos sostienen que en el taller se desempeñaron también argentinos y peruanos. Su acceso es por una cortina metálica gris, dibujada hasta la mitad por algún artista urbano que la decoró y que suele estar cerrada. Algunos dormían en el lugar. Hoy calculan que, si quedan, habrá una media docena. En esas instalaciones “lo que tocabas estaba lleno de polvo. Ibas al baño y se veía repleto de telarañas. Ibas a la cocina y todo era negro. Las máquinas estaban todas empolvadas, también como oxidándose”, cuenta Tambo Quispe, que habla con una tranquilidad pasmosa.

“La dueña nos decía: tráiganme a la policía, traigan a los medios, yo no le tengo miedo a nada”, recuerda ahora, sentado frente a un grabador y de espaldas a un gran ventanal. La movilidad laboral que rige en el taller de confección de Burgos obedece a que no suele cumplir con los pagos comprometidos. Pero además, el lugar está lejos de mostrar las condiciones de habitabilidad indispensables que marca la ley. No respeta las normas de seguridad contra incendios, no tiene salida de emergencia, su personal está en negro y realiza jornadas de doce horas de trabajo por día. Lo corroboran los cuatro. La única mujer del grupo lo sintetizó en cinco palabras: “La cocina era un asco”. Nada más alejado de las consignas de sustentabilidad del medio ambiente que publicitan las bolsas que mandó hacer el gobierno porteño en ese lugar. O un proveedor a su nombre. Lo que fuere, no exime de responsabilidad a las autoridades. Fuente Página 12

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