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La historia de la bomba atómica que mató a 100 mil japoneses en un día como hoy el año  1945

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A las 8.15 del 6 de agosto de 1945, el Enola Gay arrojó su “Little Boy” sobre la ciudad nipona, causando 100 mil muertes en nueve segundos.

Este martes se recuerda la tragedia de Hiroshima, donde Estados Unidos lanzó el 6 de agosto de 1945 una devastadora bomba atómica que en cuestión de segundos mató a unos 100 mil japoneses.

Nada quedó con vida a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en polvo radiactivo. Las personas se desintegraron. No quedaron restos que identificar. Sopladas por la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento agrietado. La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo (mucho) que queda a su alcance reducido a la nada.

Los sobrevivientes se olvidaron de sus pertenencias, de sus casas derruidas. Buscaban infructuosamente a sus familiares. A los que encontraban con vida, después de remover trabajosamente los escombros, les tendían la mano para extraerlos de las ruinas. La operación se complicaba. La piel de los brazos se les desprendía como la cáscara de una mandarina. Las quemaduras eran atroces. Presentaban también una mutación alarmante: en pocas horas pasaban del amarillo al rojo para terminar negras, supurantes y hediondas.

Testimonios del horror

En el diario de navegación, Robert Lewis, tripulante del Enola Gay, escribió apenas vio el hongo formarse en el horizonte: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”. Un sobreviviente japonés, Makiko Kada, muchos años después, testimonió ante Tomás Eloy Martínez: “El sol se hizo pedazos y cayó. El cielo, que siempre me había parecido tan lejano, quedó sin el sostén que le daba el sol y se vino abajo casi al mismo tiempo. La luz creció tanto que no pudo soportarlo. De modo que la luz también murió aquel día”.

Doce horas más tarde, el presidente Harry S. Truman expresó en un mensaje emitido por la radio: “Un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima inutilizándola. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor. Han sido correspondidos sobradamente. Este no es el final. Si no aceptan las condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra”.

Nada quedó con vida a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en polvo radiactivo. Las personas se desintegraron. No quedaron restos que identificar. Sopladas por la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento agrietado. La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo (mucho) que queda a su alcance reducido a la nada.

Los sobrevivientes se olvidaron de sus pertenencias, de sus casas derruidas. Buscaban infructuosamente a sus familiares. A los que encontraban con vida, después de remover trabajosamente los escombros, les tendían la mano para extraerlos de las ruinas. La operación se complicaba. La piel de los brazos se les desprendía como la cáscara de una mandarina. Las quemaduras eran atroces. Presentaban también una mutación alarmante: en pocas horas pasaban del amarillo al rojo para terminar negras, supurantes y hediondas.

Casi todos los centros de atención médica de la ciudad quedaron inutilizados. Sólo un diez por ciento de los médicos estuvieron en condiciones de atender pacientes, la fila más larga de pacientes de la historia de la humanidad.

Un hibakusha (personas afectadas por una explosión: los japoneses evitan llamarse sobrevivientes) le transmitió al periodista John Hersey una imagen patética -una de las tantas- que presenció: “Entre los arbustos había 20 hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas y el fluido de los ojos derretidos resbalando por sus mejillas (debieron de estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba; tal vez fueran personal antiaéreo). Sus bocas no eran más que heridas hinchadas y cubiertas de pus, que no soportaban abrir la necesario para recibir el pico de una tetera”. Estos 20 hombres estaban a más de tres kilómetros del lugar donde impactó la bomba.

Un cronograma horroroso: horas después de los que perecieron en el momento del impacto, comenzaron a fallecer aquellos que habían sufrido heridas gravísimas, días más tarde quedaron en el camino los que habían sido invadidos por las quemaduras. Cuando todos pensaron que lo peor había pasado, alrededor de un mes después de la bomba, muchos de aquellos que habían quedado ilesos de la explosión fueron invadidos por extraños síntomas: pérdida del pelo, vómitos, diarreas, sangrado espontáneo, las heridas que habían cicatrizado se abrían de nuevo, fiebres superiores a los 41 grados.

El fotógrafo de la Marina estadounidense Stanley Troutman (abajo a la izquierda) documenta los restos de Hiroshima el 7 de septiembre de 1945.

El fotógrafo de la Marina estadounidense Stanley Troutman (abajo a la izquierda) documenta los restos de Hiroshima el 7 de septiembre de 1945.

La radiación comenzaba a surtir efecto. Su lenta demolición. Una nueva ola de muertes sobrevino.

Para los japoneses, el culto a los muertos reviste gran importancia. Cremarlos y brindarles una conservación de acuerdo al rito. El cuidado de los muertos implica una responsabilidad moral más importante que el cuidado de los vivos. En Hiroshima se procuraba identificar a los muertos a pesar de las dificultades. Crearon una cuadrilla a cargo de los cadáveres. Su tarea era llevarlos a las fueras de lo que había sido la ciudad. Habían diseñado unas piras con la madera de las casas destruidas. Allí los cremaban. Colocaban las cenizas en sobres para placas radiológicas y los rotulaban con el nombre del muerto. Los apilaban por orden alfabético. Los sobres-urnas los colocaban en una oficina municipal que había quedado en pie. En pocos días, las pilas cubrieron una pared entera de esa oficina.

Estados Unidos, hasta la bomba de Hiroshima, estaba ganando la guerra. Las defensas japonesas eran endebles. Sus recursos se estaban agotando. En la Conferencia de Postdam le dieron un ultimatum. Se anunciaba -prometía- “la inevitable y completa destrucción de las fuerzas armadas japonesas e inevitablemente la devastación del suelo japonés”.

Los rusos atacaron Japón para darle más verosimilitud a la declaración. Si bien públicamente Japón rechazó el ultimatum, en los días previos al lanzamiento, existieron contactos por parte del Japón para finalizar la guerra. Aunque el sector duro del ejército insistía en luchar hasta morir. Japón ofrecía la capitulación con condiciones: mantener la institución imperial, que no hubiera ocupación, que los japoneses dirigieran el propio desarme y juzgaran los crímenes de guerra de sus hombres. Estados Unidos exigía la capitulación incondicional.

Truman anotaría en su diario: “Telegrama del emperador japonés pidiendo la paz. Parece que los japoneses se rendirán antes de la entrada de Rusia. Estoy seguro que lo harán cuando Manhattan aparezca sobre su patria”.

En Japón, al principio, no creían que lo que su enemigo había lanzado fuera una bomba atómica. Pensaban que no tenían la tecnología y que en caso de tenerla era imposible trasladarla hasta el Pacífico. Cuando los primeros veedores y especialistas llegaron a Hiroshima, cambiaron de opinión. Alguno sostuvo: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte”.

La bomba se había construido como defensa ante el nazismo. Se utilizó para atacar a Japón. Sirvió para ajustar cuentas. La humillación de Pearl Harbor había sido vengada. La conducta de quienes gobiernan, de los que rigen sobre la vida de la gente, no siempre se rige por la justicia.

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