Cultura
La Paz: Entre mesas dulces y amuletos: la magia vive en el Mercado de las Brujas
“Estoy pidiendo riqueza, más que todo salud”, decía una mujer en la fila, mientras sostenía un paquetito de mesa dulce. “Aquí está el panal de miel, joven, es para la mesa dulce, para que la vida sea buena y endulzada”, explicaba otra casera, con la naturalidad de quien resguarda un conocimiento heredado.
La Paz, 29 de agosto 2025
La tarde paceña brillaba con un sol tibio que se deslizaba entre los cerros como si quisiera bendecir la jornada. Ese jueves, el bullicio de la urbe se recogía en un solo punto: el Mercado de las Brujas (calle Linares), donde las vías olían a copal, a ruda, a palo santo y a dulces de colores. Era la antesala del cierre de agosto, mes de la Pachamama, y la fe se mezclaba con la economía, con la urgencia y con la tradición.
El alcalde Iván Arias camina entre los puestos repletos de miniaturas y amuletos. Saludaba, preguntaba, escuchaba. A su lado, las vendedoras relataban la importancia de esos últimos días de agosto, cuando la gente se agolpa a comprar mesas para agradecer y pedir: salud, riqueza, trabajo, amor. Cada pedido envuelto en lanas de colores, cada símbolo una conversación íntima con la Madre Tierra.
“Estoy pidiendo riqueza, más que todo salud”, decía una mujer en la fila, mientras sostenía un paquetito de mesa dulce. “Aquí está el panal de miel, joven, es para la mesa dulce, para que la vida sea buena y endulzada”, explicaba otra casera, con la naturalidad de quien resguarda un conocimiento heredado.
En las mesas se mezclaban dólares en miniatura, casitas de cartón, autos de juguete, granos de maíz, lentejas y trigo. Todo dispuesto para atraer abundancia. “La Pachamama siempre recibe lo que nace de su vientre”, recordaba una vendedora, mientras mostraba cómo se coloca el maíz inflado, como pipoca, para alegrar a la tierra con lo que ella misma da.
No faltaban los braseros de barro y metal, indispensables para poner la madera y encender para quemar la ofrenda. El Alcalde comenta que algunos preferían llevarlos a la cumbre, otros encenderlos en casa. Lo importante era que el humo suba, que el fuego hable, que el pedido viaje hacia las montañas y el cielo.
“El sullu es importante, aunque sea pequeño, siempre se pone”, explicaba una casera, señalando al feto de llama seco, parte fundamental de la ofrenda completa. Porque en la cosmovisión andina, el sacrificio es también un puente hacia el equilibrio.
Los precios, decían, no habían subido demasiado: desde 50 bolivianos podía armarse una mesa sencilla. Pero lo que no se mide en monedas es la fe. Cada quien invierte según sus posibilidades y sus sueños, porque agosto es tiempo de fertilidad, de abundancia, de renovar el pacto con la Tierra.
Entre los puestos, el Alcalde conversaba con sus caseras de siempre. Algunas lo recordaban, otras esperaban su visita. Había risas, había agradecimientos, pero sobre todo, había la certeza de que esas pequeñas figuras, esos granos y esas hierbas, guardaban una memoria milenaria.
Las historias brotan como manantiales. Doña Margarita, orgullosa de su tienda, recibe clientes que aseguran que sus mesas siempre cumplen lo pedido. “Es mi tienda favorita”, dice el Alcalde, quien la visita cada año.
No faltan turistas que, sorprendidos, preguntan por cada figura, mientras la vendedora enumera con paciencia los significados: “El buhito es sabiduría, el chachapuma es fuerza, el sapito es fortuna, la parejita es amor, la llamita es alegría, la tortuguita es larga vida”.
Cada objeto parece hablar un lenguaje secreto que solo en estas calles se entiende. Marta, otra de las vendedoras, muestra con cuidado una mesa dulce: azúcar, miel, leche condensada, galletas, chocolate y hasta tierra de hormiga. “Eso es para jalar clientes, para que nunca falte gente en el negocio. Si eres político también sirve, para que te sigan hartos seguidores”, explica con picardía. A su lado, otra mujer agrega: “También se pone chancaca, panal de miel, canela. Todo lo dulce llama abundancia”.
El Alcalde escucha, asiente y sonríe. No importa si es empresario, estudiante, recién casado o viajero. Aquí todos buscan algo: prosperidad, amor, salud, un buen viaje, una casa nueva o la bendición de un negocio que apenas comienza.
La tienda Pachamama, con dos puertas abiertas en la esquina de Santa Cruz y Linares, se volvió parada obligada. “Vengan antes del 31 de agosto”, repite el Alcalde, mientras la vendedora le recuerda que es el mes en que la Pachamama abre su corazón. “Después ya no es igual, después son otros ritos”.
El ambiente se enciende conforme avanza la tarde. Turistas rusos observan asombrados las mesas preparadas y preguntan en inglés qué significan. Un guía improvisa: “August is the month of Pachamama, the month to say thanks (Agosto es el mes de la Pachamama, el mes para dar gracias)”. Ellos sonríen, compran y se despiden.
Minutos después, otros clientes hacen fila frente a un puesto. “¿Por qué en este y no en otro?”, pregunta un curioso. La respuesta es simple: la confianza se hereda. “El año pasado pedí aquí una casa, y se cumplió. Por eso vuelvo”, dice una mujer, convencida de que la fe se traduce en resultados.
El bullicio se mezcla con el tintinear de las campanillas y el crujido del papel sábana. En las manos de los compradores brillan corazones, casitas, llamitas y víboras que simbolizan fertilidad. La calle huele a dulzura y humo. Al fondo, una voz insiste: “Vengan, pasen, todo completito para su mesa. Pachamama no espera”.
Y así, entre mesas dulces y amuletos, entre turistas maravillados y devotos agradecidos, la Calle de las Brujas sigue latiendo como un santuario urbano, donde lo místico y lo cotidiano se abrazan. Y allí, entre el humo y los colores, la ciudad se reencontraba con sus raíces más profundas: la certeza de que agradecer a la Pachamama es también agradecer la vida.