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Más de 1.200 japoneses dejan su país para a trabajar de voluntarios en Bolivia

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Alrededor de 1.200 voluntarios japoneses dejaron su país para compartir sus conocimientos en diferentes comunidades bolivianas, con las que intercambiaron experiencias no sólo técnicas y culturales, sino dando un paso a la interacción cálida y humana que les permitió convertirse en parte del grupo.
El coordinador de estos programas de la Agencia de Cooperación de Japón (Jica), Carlos Omoya, explica que esta iniciativa inició en el país con un grupo de no más de 15 voluntarios, concentrados en La Paz, que focalizaron sus actividades en la música y la antropología.
Pero a través de los años el voluntariado se extendió hacia todo el país, logrando incidencia en otros ámbitos como la agricultura, la salud y la educación, y hoy se suma la gran problemática del medio ambiente, aunque existen experiencias importantes en otros ámbitos del desarrollo.
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Hoy, Miradas le cuenta las historias de Hiroki Kawata, Yasuko Mizuno, Tomoyo Hosokawa y Kaori Kii, jóvenes japoneses dedicados a diversas áreas que relatan sus experiencias de vida en Bolivia.
Una joven nutricionista
Kawata tiene 29 años y es líder de 14 voluntarios que trabajan en Bolivia en el ámbito de salud. Nació en Nara, es nutricionista y su experiencia previa a su viaje a Bolivia estaba relacionada a esta profesión, desempeñándose en un hospital dedicado al tratamiento de enfermedades como la diabetes, obesidad, hipertensión, hemodiálisis y  anorexia.
Después de haber enviado su aplicación para desarrollarse como voluntario nutricionista en otro país y sugerir tres países –entre ellos Bolivia–, le informaron que su próximo destino sería este país, cuya única referencia que tenía era el afamado Salar de Uyuni. Y precisamente cerca de este destino turístico  lo esperaba el nuevo lugar de trabajo, donde volcaría su experiencia en hemodiálisis, principalmente en el hospital de tercer nivel Daniel Bracamonte, de la ciudad de Potosí.
El viaje a Bolivia lo mantendría alejado de su madre y de la familia de su hermana mayor por dos años, iniciándose una nueva etapa en la vida de Hiroki, quien había cultivado un especial interés por conocer otras latitudes del mundo, otras culturas, otra gente, y que deseaba tener la oportunidad de contribuir, mediante su conocimiento, a mejorar la calidad de vida de los potosinos que acuden al mencionado centro de salud.
En el año y nueve meses que lleva en Bolivia, Hiroki considera que los objetivos que se trazó se fueron cumpliendo a través de sus vivencias diarias, realizando consultas personales sobre nutrición y llevando adelante talleres dirigidos a los pacientes y familias del lugar, según sus necesidades.
Con el transcurrir de los meses llegó a comprender que los bolivianos son diferentes a los japoneses en algunos aspectos. Por ejemplo, en que, por lo general, no es del agrado de los primeros tener que escuchar las explicaciones de una tercera persona sobre cómo mejorar su salud; acuden a profesionales cuando un mal los aqueja pero pocas veces se preocupan y ocupan del tema de la prevención.
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Para Hiroki fue un desafío encontrar la fórmula que permitiera que sus pacientes potosinos lo escucharan y se interesaran en lo que tenía que decirles (por ejemplo, necesidad de hacer una dieta), considerando, además, la limitación del voluntario en el manejo del idioma español y la cultura de sobrealimentación que predomina en ese contexto. «Un gran aprendizaje que he tenido acá es encontrar la manera de cómo explicar mejor a los pacientes sobre los cuidados de su alimentación y su salud. Con perseverancia he logrado que ahora me escuchen y también me pregunten mucho”, comenta Hiroki con satisfacción.
Asimismo, vivió experiencias nuevas, nunca antes vistas ni escuchadas en Japón, como aquella en la que llegó una niña de 14 años al hospital, víctima de una severa anorexia. Realizados los estudios correspondientes, se evidenció que el estado de la menor se debía a que su madre no se preocupaba por la alimentación de sus hijos y que, a diario, olvidaba alimentarlos.
En un ejercicio de reflexión sobre su vivencia en Bolivia,  este joven nipón concluye también que logró incidir positivamente en el trato que el personal médico le brinda a los pacientes,
fortaleciendo un vínculo entre ambos actores, en la que predomina la amabilidad, el respeto y la calidez. «Cuando llegué, el personal se preocupaba más en lo que iba a comer el staff que en lo que iba a comer el paciente”, comenta.
Hiroki regresará a su país satisfecho de su experiencia en Bolivia, con el recuerdo de los paisajes que deleitaron su vista y de la gente que le brindó una amistad sincera. Eso sí, no extrañará los bloqueos que, en más de una ocasión, impidieron que lleve a cabo sus talleres de la forma y en el tiempo planificados.
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Trabajo con niños en situaciÓn de riesgo
Yasuko Mizuno tiene 28 años y es voluntaria japonesa del área de educación. Atraída por la cultura extranjera y la lengua española, no dudó en participar como voluntaria. En 2009 tuvo la oportunidad de visitar La Paz y al Salar de Uyuni en calidad de turista y la grata experiencia la animó a regresar y permanecer en Bolivia por aproximadamente dos años.
Yasuko fue llamada a desarrollarse como voluntaria en el proyecto Don Bosco de Santa Cruz de la Sierra, que agrupa a varios hogares que cobijan a niños en situación de riesgo y que recientemente cumplió 25 años de vigencia en el país.
La voluntaria enseña a los menores alejados de sus hogares a hacer manualidades con papeles de origami  y a expresarse artísticamente a través de diferentes técnicas de pintura.
Paralelamente, imparte materias como matemáticas, lingüística y ciencias naturales a estudiantes varones entre los seis y 12 años de edad, y a niñas que fluctúan entre los seis y 17 años.
Confiesa que cada día enfrenta el reto de captar la atención y el interés de los preadolescentes y conciliar en las peleas o enfrentamientos que se suscitan.
Se siente ampliamente satisfecha de ser parte de un proyecto que intenta recuperar el valor de la familia y la autoestima en menores que son víctimas de violencia familiar. Ella sabe cuán difícil es lograr que éstos recuperen el amor por sí mismos, su seguridad y felicidad, después de haber sido sometidos a diferentes tipos de violencia como la física, la sexual y la psicológica, entre otras. «Es duro ver que las menores son madres o están embarazas a los 15 años a causa de la violencia”, confiesa con tristeza. De pronto, una chispa de luz vuelve a iluminar su mirada cuando se acuerda de esos momentos especiales en los que sus alumnos le expresan abiertamente su cariño y admiración. «Cuando me ausento unos días por viaje y regreso al hogar, los niños salen a mi encuentro corriendo y con mucha alegría. Recuerdo también cuando preparamos juntos comida japonesa. Fue muy lindo y algo que nunca voy a olvidar…”.

Yasuko permanece conectada con los suyos gracias a internet y tuvo la suerte de encontrar en Bolivia gente amable que se preocupa por ella. «En Japón las relaciones son más distantes; no se ve tantas muestras de efecto ni siquiera entre familiares… Aquí no me siento sola… Por eso ahora puedo entender cuán importante es la familia para cada uno de los niños que tienen heridas profundas en sus corazones”.
Educación ambiental
Tomoyo Hosokawa, de 26 años, y Kaori Kii, de 40, trabajan en medio ambiente.
Después de haber acumulado experiencia profesional en Japón en temas relacionados a protección de desastres, el interés de Tomoyo por la educación ambiental se fue consolidando en su actividad posterior.
Desde niña tuvo la inquietud de ser voluntaria y así llegó a Vallegrande, Santa Cruz, para trabajar en un proyecto de residuos sólidos y educación ambiental para los 21 colegios de la zona.
Esta joven nipona diseña y elabora material didáctico para apoyar la capacitación de los docentes y estudiantes, desde kínder hasta secundaria, en el manejo de los residuos y clasificación de basura.
Su aporte es valioso y necesario, y su aprendizaje no es menos importante. «Al principio no entendía nada del idioma español y esto era difícil para mí, pero con el tiempo pude lograr que la gente me entienda mejor y también comprendí muchas cosas. Por ejemplo, si bien en el Japón los niños están acostumbrados a limpiar las aulas después de una clase, acá muchas veces son los adultos los que se oponen a que los niños realicen esta tarea… También aprendí que para que una campaña de limpieza en Bolivia sea exitosa, no hay que obligar a la gente, sino explicarle las consecuencias de no cuidar el medio ambiente. En el diálogo y en la empatía está el secreto”, relata.
Superada la traba del idioma, Tomoyo se siente plena y feliz en Vallegrande, lugar de gente amable, de fiesta y de baile. La experiencia que está viviendo le permite proyectar su futura especialización en el manejo de residuos sólidos una vez que regrese a su país. Después, visitará otros destinos y descubrirá, seguramente, culturas y tradiciones tan interesantes como la vallegrandina.
Kaori, por su lado, trabajó  por más de 15 años prestó sus servicios en una alcaldía en Japón. Luego decidió experimentar el voluntariado. Ante la consulta de por qué eligió  Bolivia, el mágico Salar de Uyuni fue el «gancho” que atrajo su atención.
La Alcaldía de Pampagrande, Santa Cruz, la recibió hace dos años para fortalecer la educación ambiental en los colegios, trabajó con unos 2.000 estudiantes, a través de la capacitación de docentes en temas de contaminación, desinfección de residuos y clasificación de basura.
«En Japón, cuando alguien se compromete a hacer algo de palabra, lo hace sí o sí. En Bolivia, si alguien se compromete de palabra a hacer algo, existe una alta probabilidad de que no lo haga. Por eso aprendí a no depender de nadie y a tener siempre una segunda opción”, afirma la voluntaria.
Kaori  dice que se siente orgullosa y satisfecha de que actualmente muchos niños de nivel inicial cantan con entusiasmo las coplas sobre clasificación de basura que ella compuso, inspirada en la cultura boliviana, y que transmitió a los docentes capacitados.
Su fascinación por el baile y nuestra música la llevó a aprender danzas como caporales, morenada, thinku y danzas del oriente.
También aprovechó la influencia de los países vecinos para empaparse de los ritmos de la cumbia y el ballenato. «Voy a extrañar mucho bailar estas danzas, pero en Japón lo seguiré haciendo y enseñaré sobre el medio ambiente a los niños japoneses, a través de la música y la danza bolivianas”, asegura.
¿Quiénes son los voluntarios japoneses?
De acuerdo con Carlos Omoya, el voluntario japonés  es una persona profesional y especialista que, durante su juventud –entre los 22 y 39 años– se postula para que el programa identifique el lugar donde sus servicios pueden ser bien recibidos y aprovechados.
Estos jóvenes dejan su país sabiendo que recibirán bajos ingresos y que, seguramente, tendrán que atravesar por situaciones difíciles. Además, están dispuestos a vivir una vida sin comodidades.
Pero es una característica de la cultura japonesa  el espíritu colaborador, por lo que su principal ámbito de trabajo es el comunitario, en lugares alejados de los centros urbanos y donde las problemáticas de la población suelen ser más profundas y complejas.
«A veces el schock cultural es muy grande para ellos, pero esto se compensa con su juventud y su gran sentido solidario, valores que se anteponen ante cualquier dificultad. La comunidad le brinda al cooperante seguridad y protección y, de acuerdo a las experiencias que hemos visto en todos estos años, es evidente que se crean vínculos de amistad, cariño y afecto muy fuertes entre el voluntario y su comunidad”, sostiene Omoya.
El ideal del programa de voluntariado es que estos jóvenes conozcan de cerca las necesidades de desarrollo y su pensamiento para contribuir al desarrollo socioeconómico y el bienestar de esa población, con sus habilidades y experiencias.
Muchos son solteros, la mayoría son juniors y también existe un grupo de seniors, mayores de 60 años, que tras haberse jubilado en su país  se sienten motivados por compartir su experiencia para prolongar su actividad productiva en otros países.
El porcentaje de voluntarios varones es casi similar al de las mujeres y en los nueve departamentos de Bolivia, y es común encontrar a exvoluntarios o exvoluntarias asentados allí con sus familias, actividades y proyectos de vida.
«Los que regresan a su país se van contentos con los resultados obtenidos y cargados de muchos aprendizajes”, concluye Omoya, pues si bien el lema del voluntariado nipón es «ayudar a los otros”, es posible evidenciar que los jóvenes, además de enseñar y aportar, también aprenden y acumulan experiencias –buenas y malas–, que los ayudan a consolidarse como profesionales y fortalecerse como personas.
 Semilleros de experiencias
Muchos cooperantes japoneses fueron semilleros de experiencias dignas de replicarse. Los primeros jóvenes que llegaron al país para lograr resultados positivos en deportes, como la gimnasia, la natación, el judo y el karate, consiguieron que Bolivia le apueste al trabajo japonés en la preparación de los deportistas. Hoy   cuenta con el apoyo de los cooperantes asiáticos en el entrenamiento de los representantes bolivianos para los Juegos Panamericanos de 2018 y del equipo boliviano de natación.
El campo artístico no es menos importante y por ello  voluntarios  llegaron al país hace 25 años para enseñar música. Tras esta experiencia, se abrió la senda a los que después aportarían significativamente al desarrollo y crecimiento de instituciones como la Escuela de Música Man Césped, de Cochabamba; o el Conservatorio Nacional de Música de La Paz.
En educación, se implementaron proyectos pioneros y se innovó en la producción de productos lácteos a través de soluciones para tratar enfermedades que no permiten obtener leche de óptima calidad en el oriente boliviano.
Asimismo, se dieron las primeras iniciativas de impulso y orientación a grupos de mujeres en prácticas como el repujado en cuero y tejidos autóctonos para su posterior comercialización a nivel internacional; se incursionó en la instalación de carpas solares en el altiplano para promover el cultivo de vegetales y mejorar la dieta de las comunidades.  Y en el área de la piscicultura y pesquería, se introdujo la comercialización de la trucha del lago Titicaca, a través de los mercados y supermercados del país.
Estas experiencias acumuladas a lo largo de cinco décadas guardan historias particulares de gran valor sentimental,  como la de Fujikazu Kawai, el voluntario que incursionó en la instalación de carpas solares en medio de la hostilidad del altiplano de La Paz de hace aproximadamente 45 años  y cuyo esfuerzo y entrega lo llevaron a perder casi 30 kilos.
O la del técnico en veterinaria Koiku Ogawa quien, concentrado en su actividad en Sorata, quedó atrapado en un bloqueo que se dio en el marco de la Guerra del Gas de 2003.
 En este caso, la comunidad se brindó a protegerlo en medio de la exacerbación de la sociedad. Mientras en La Paz se desconocía su paradero, el alcalde de Sorata en persona y a pie  acompañaba a su voluntario hasta El Alto, donde finalmente fue recogido por el personal de Jica.
Experiencias como ésta confirman el grado de compromiso y empatía que logran los voluntarios en sus misiones en Bolivia.

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